martes, 11 de diciembre de 2012

Juré que nunca lo haría


Desde que tuvimos noticia del embarazo y la próxima llegada a nuestras vidas de Adriana, me prometí que yo nunca caería en esto. Veía a otros padres perder el control de sus actos en determinadas situaciones y terminar haciéndolo, pero yo me juré y me perjuré que nunca me pasaría, que jamás le haría a mi pequeña pasar por esto.

Es difícil controlar algunas situaciones de nuestras vidas que nos sobrevienen de repente y apenas podemos asumir y asimilar. Conceptos y comportamientos que pensamos que nunca tendremos y que jamás focalizaremos hacia nuestros pequeños, nos sorprenden de repente y terminamos pagándolo con ellos, sometiéndoles a situaciones como ésta que son dramáticas en definitiva.

No es justo, no es lícito y, por supuesto, no es bueno para ellos. Yo bramaba a los cuatro vientos cuando veía a otros padres hacerlo. Les criticaba, les odiaba por ello. Ahora, me he convertido en uno de ellos. Sí, yo también he caído. A mi también me ha pasado. A Adriana le gusta Bob Esponja.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Urgencias


Definitivamente, padres y madres no somos iguales. De hecho, si así fuera, este blog no tendría ningún sentido. Muestra inequívoca de ello es la distinta capacidad que unos y otras tenemos para afrontar los momentos complicados que se suceden en el día a día. No digo que ellas sean mejores, ojo, digo que son distintas. Qué coño, son mejores.

Entremos en situación. Padre de naturaleza resolutiva (no tiene porqué ser mi caso) y decidido, que encara con determinación los problemas del trabajo y de la vida, que tiene una capacidad innata para desenvolverse con naturalidad y firmeza en momentos peliagudos, pero que se convierte en Pepe Viyuela cuando tiene que llevar a su pequeña hija de dos años a urgencias.

La cosa se complica desde el momento en el que la niña empieza a dar muestras inequívocas de tener fiebre. El primer paso suele ser que el padre aproveche el momento preciso en el que la pequeña va a vomitar para intentar llevarla desde la cama hasta el baño, separados por una considerable distancia que se hace mayor en estos casos (os la tengo jurada, arquitectos de pacotilla). Bien, entre ambas estancias suelen situarse obstáculos tales como cómodas o alfombras, muy susceptibles de resultar considerablemente impregnadas en el caso de que intentes transportar en volandas cogida por las axilas a una niña de dos años vomitando a cascoporro.

La situación no mejora en el coche. La pobre criatura, vestida para la ocasión (en situaciones de emergencia sanitaria el papá opta, siempre, por ponerle la primera ropa que encuentre, y esto incluye normalmente ponerle el gorro del revés) realiza el viaje de ida al hospital al filo de la navaja, con ojillos de circunstancias debido a la fiebre y flipando ante el caos organizativo del padre. Éste, por su parte, conduce a toda leche con un ojo en la carretera y el otro en el retrovisor, implorándole al cielo que la próxima bocanada se demore al menos hasta llegar al destino. La tensión es máxima, se masca la tragedia.

Si finalmente las alfombrillas salen indemnes, es hora de llegar al mostrador de Urgencias y balbucear ante la atónita mirada de la administrativa. En estos momentos no se sabe bien quién de los dos, padre o hija, es el enfermo. Tampoco queda claro quién de los dos es el que está aprendiendo a hablar. Tras una ingente lucha dialéctica, finalmente al padre le queda claro que debe ir hacia las puertas blancas de su derecha y girar a la izquierda, hacia donde pone “urgencias pediátricas”.

Tras esperar un buen rato en un pasillo, el nervioso padre decide echar un vistazo (los hombres no preguntamos, ya sabéis) y localiza una sala de espera donde, por lo visto, debe sentarse a esperar. 

Cuando el pediatra nombra a la pequeña, el progenitor sale a la carrera, pisando al resto de pacientes, tropezándose con la puerta, y consigue finalmente llegar a la consulta. El galeno le ordena que desvista a la pequeña, otra ardua tarea (dónde están las madres cuando se las necesita) y procede a examinar a la enferma. El padre, mientras, se pasea por la habitación preguntando “¿está bien?”, “¿qué le pasa?” o “¿es grave doctor?” a lo que el pediatra responde con un angustioso silencio.

Finalmente, tras el diagnóstico y la emisión de recetas, toca desandar el camino, visitar la farmacia, colgar en la nevera las indicaciones del médico para no olvidarlas y rezar para que mamá vuelva pronto.

La niña está bien, gracias.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Votad que es de gratis!


Hola a todos/as

En mi inmensa modestia, he decidido participar en los Premios 20Blogs que organiza 20 Minutos.

Como soy torpe de cojones, no soy capaz de poner el código html para que podáis votar  que me quede bonito, así que os pongo aquí un enlace por si tal.


Conste que no lo hago por el premio de 5.000 euros, porque el dinero me sobra y no es lo que me motiva en esta vida. Pero vamos, que una cenita cae si gano eh?

Las votaciones empiezan el 14 de diciembre, así que os quiero ver a todos con el dedito listo para darle al botón de votar sin compasión.



Vamos que nos vamos, dale aquí!!!

Besos!!

PD: La foto que pongo de Adriana es para daros pena, sí.

martes, 30 de octubre de 2012

La última lección


Hoy, 30 de octubre de 2012 y sin que sirva de precedente, es momento de una reflexión seria y contundente. La culpa de ello la tiene Randy Pausch, para los que no le conozcáis, autor del libro “La última lección” (podéis buscar en youtube su participación en el programa de Ophra o su charla en una conocida universidad norteamericana, merece la pena). Hoy le he descubierto gracias a Ana.

Randy, ya fallecido, aprovecha sus últimas semanas de vida para impartir charlas sobre cómo afrontar estos últimos momentos. Enfermo de cáncer y en estado terminal, decide escribir un libro y recorrer EEUU para dar eso, una última lección sobre lo idiotas que somos por preocuparnos por tonterías, por condicionar nuestra vida a variables absurdas y a materialismos sinsentido. Dejamos por el camino amigos, conocidos, parejas, familias…. Malgastamos la vida en labrarnos un futuro que quizá no llegue nunca. Malgastamos el día a día en ocupaciones y preocupaciones que no conducen a nada, dejando a menudo de prestar atención a esas cosas que realmente merecen la pena en la vida, como ver crecer a nuestros hijos.

Yo, después de ver esto, decido vivir, decido disfrutar con cada sonrisa de Adriana, decido estremecerme con cada beso que me dé, decido emocionarme con cada palabra nueva que aprenda y decido achucharla cada vez que pueda. Porque quizá esa sonrisa, ese beso, esa palabra o ese achuchón sea el último. 




miércoles, 26 de septiembre de 2012

Una historia de amor


Como cada tarde, se disponía a prepararse para su puntual cita. En el último mes, las visitas se habían vuelto frecuentes, rutinarias, casi obligadas, pero no por ello dejaban de despertarle una emoción y un cosquilleo en el estómago comparable a pocas cosas que hubiese podido experimentar. Después de un copioso almuerzo y un breve y reparador sueño para recuperar fuerzas, se calzó sus zapatillas blancas y salió a la calle, bajo el abrasador sol de agosto, dispuesta a recibir su correspondiente dosis de adrenalina.

Las calles aparecían semidesiertas. Pocos se atrevían a caminar a estas horas de la tarde. Pero ella no temía al calor. Ni al frío. Ni al cansancio. En realidad no le tenía miedo a nada, salvo a una cosa: la posibilidad de que, por alguna extraña circunstancia que con toda seguridad no alcanzaría a entender, su cita se pudiera posponer.

Sin embargo, hoy no sería ese día. Caminando lentamente, inició el largo trayecto que habría de llevarla ante él. Con la frente perlada de fino sudor y movida por el creciente ritmo cardíaco, se aproximó poco a poco, paso a paso, hasta que pudo contemplar su figura proyectada a contraluz. Allí, majestuoso, se alzaba él. A pocos metros de ella, separados por apenas unos pasos, las miradas se encontraron. Sus ojos se entrecerraron mientras a su boca asomaba una leve sonrisa, mezcla de satisfacción, admiración e impaciencia. Allí, al alcance de su mano, estaba él. Frío bajo el incesante calor, como un pequeño refugio en un día de lluvia.

Después de admirarle durante un breve instante, ella avanzó despacio, con la mirada fija, y entonces, decidida, por fin le habló: ¡¡¡¡¡¡¡“El pagqueeeeee”!!!!!  



lunes, 17 de septiembre de 2012

Se nos hace mayor


Pues han pasado 22 meses ya, que se dice pronto. Tengo este espacio un pelín desatendido, pero es que la evolución de Adriana sigue su curso, y ello conlleva un no parar, que os voy a contar que vosotros no sepáis.

Repasando los últimos posts publicados me he dado cuenta de que, efectivamente, hay muchas cosas que se me han quedado en el tintero. Para empezar, hemos logrado superar el problema de las comidas. Se han reducido considerablemente los tiempos y la hora de comer (desayunar, merendar o cenar) ha dejado de ser un calvario para ser simplemente un pequeño via crucis. El motivo, que la sinvergüenza ha descubierto lo que mola la cara de cabreo de papá/mamá cuando, después de engullir el rancho correspondiente, lo vomita sin motivo aparente.

En aquellas ocasiones en las que opta por no vomitar, la comida transcurre con cierto dinamismo y buen rollo. Prueba semisuperada.

El ritmo. Bien. Una vez Adriana maneja a su antojo el arte de caminar y correr, se ha dado al increíble y maravilloso mundo de trepar. No hay obstáculo que se le resista, ni columpio lo suficientemente alto. Por cierto, hablando de columpios, y para que quede para la posteridad. Su primera frase completa con sujeto omitido y predicado, pronombre, verbo y complemento indirecto es ésta: “Me voy al pagque”, donde “pagque” es “parque”. La frase admite variaciones, del tipo “Mamá, me voy al pagque” o “asjaskraskra al pagque”, donde “asjaskraskra” ha de entenderse como “he estado” o “quiero ir”.

Paso a narrar un domingo cualquiera en la vida del padre. Alrededor de las 10:00 horas, con suerte, el pichón irrumpe en el dormitorio, ya desayunada (gracias a mamá, santa paciencia y madrugando como la que más) al grito, y digo GRITO, de “Papaaaaaaaaaaaá”. Una vez levantado y tomado el pertinente café bebido, toca limpieza general (yiiiiiiiiihaaaaaaaaaaa!!!!!) La faena, guantes de latex en ristre, se prolonga por espacio de un par de horitas, mientras la enana permanece ajena a todo ello juega que te juega.

Una vez la peque ha comido (otra vez gracias a mamá), toca que coman los mayores. Llega el momento de la siesta, de la que suelen disfrutar simultáneamente madre e hija mientras el padre, que no termina de ajustar sus horarios al resto de la manada, aprovecha para rentabilizar Gol TV (que ha subido de precio, oiga). Sobre las cinco de la tarde, y con las dos mujeres aún durmiendo, papá se va a currar un poco, que los fines de semana suele haber faena. Regresa alrededor de las 19:00, le esperan ambas ya despiertas, merendadas y aseadas para el paseo dominical, que inevitablemente desemboca en el “pagque”. Hacia las 20:30, momento del baño y de esa interacción paterno-filial que también ha evolucionado en las últimas fechas. Adriana ya conoce, reclama y repite hasta la extenuación, el nombre de sus compañeros de juegos, a saber “Pugpo”, “Pato”, “Coco”, “Tella”, “Ena” y “aagrjhasgra de ajraraei”, donde “Pugpo” es “Pulpo, “Pato” es “Pato”, “Coco” es “Cocodrilo”, “Tella” es “Estrella de mar”, “Ena” es “Ballena” y “aagrjhasgra de ajraraei” es “caballito de mar”.

Terminado el baño, toca la cena y, terminada la cena, toca limpiar lo vomitado, que suele incluir restos de la comida y la merienda. En definitiva, he terminado por echar de menos las resacas. 

lunes, 30 de julio de 2012

Terapia


Que no hay manera oye, que por más que uno lo intenta la hora de la comida (extensible a desayuno, merienda y cena) es un auténtico calvario. Se queja, se retuerce, se levanta de la silla... el hambre no hace mella en ella y termina por desesperar al progenitor que en ese momento sea portador de la cuchara (o tenedor, en su defecto). El paso del líquido al sólido está resultando de lo más traumático. ¿Solución? Hay que hacer terapia.

Y funciona, válgame dios. Asesorados por una profesional conductista al más puro estilo Supernanny (aunque más joven y con menos cara de estreñida), hemos empezado a poner en liza ciertos conceptos encaminados a reconducir el comportamiento de la enana. Al parecer, la criatureja de 20 meses de edad tiene por objetivo tocarnos los perendengues, y para ello utiliza el momento que más nos estresa, el momento de la comida. Lo hace, según dice, para llamar nuestra atención, como si no la captara lo suficiente durante el resto del día. El caso es que debemos marcarle límites, que aprenda a que los que mandan en casa somos nosotros. Con un par.

De momento la cosa marcha, con algún que otro sobresalto. Hemos pasado de una media de 100 cucharadas por potito a apenas 20, reduciendo considerablemente el tiempo empleado. Ahora sí, continúa echándonos pulsos a la menor ocasión para medir nuestra paciencia y, obviamente, nos gana por goleada.

El cambio, no obstante, es apreciable, aunque hemos empezado a confirmar nuestras sospechas de que, tras ese rostro angelical, se esconde la próxima presidenta de la Comunidad de Madrid.