Llega un momento, no sabes muy bien cómo ni cuándo, en el que de pronto percibes que te mira, que te sigue, que te observa e incluso hasta dirías que te reconoce. De buenas a primeras esos ojos que antes permanecían inexpresivos y somnolientos ganan vida, se posan en los tuyos y consiguen que se te encoja el corazón.
Tiene huevos intentar explicar con palabras y a través de un blog esas primeras sensaciones en las que, de buenas a primeras, eres consciente de que ese ser minúsculo que te despierta tanta ternura empieza a ser consciente de quién eres. En realidad no sabes si te reconoce o no, si tiene algún tipo de constancia sensitiva o instintiva de que ese personaje que le mira con cara de imbécil es su padre, su supuesto referente en la vida. Si lo supiera, daría media vuelta y se marcharía por dónde ha llegado, así que es de suponer que la interacción se basa únicamente en las vibraciones que le transmite tu mezcla uniforme de devoción y pánico.

Y es que la sonrisa de un hijo es tan sumamente sincera que acogota. Acostumbrados como estamos a utilizar la sonrisa como herramienta, como escudo incluso si me apuráis, toparte de repente con una que no esconde nada, que únicamente trata de transmitir la felicidad que siente, es indescriptible.
Estas dos simples acciones, una mirada y una sonrisa de tu hijo, convierten en especial cualquier momento. Y eso no hay crisis que lo tumbe.
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