Definitivamente, padres y madres no somos iguales. De hecho,
si así fuera, este blog no tendría ningún sentido. Muestra inequívoca de ello
es la distinta capacidad que unos y otras tenemos para afrontar los momentos
complicados que se suceden en el día a día. No digo que ellas sean mejores,
ojo, digo que son distintas. Qué coño, son mejores.
Entremos en situación. Padre de naturaleza resolutiva (no
tiene porqué ser mi caso) y decidido, que encara con determinación los
problemas del trabajo y de la vida, que tiene una capacidad innata para desenvolverse
con naturalidad y firmeza en momentos peliagudos, pero que se convierte en Pepe
Viyuela cuando tiene que llevar a su pequeña hija de dos años a urgencias.
La cosa se complica desde el momento en el que la niña
empieza a dar muestras inequívocas de tener fiebre. El primer paso suele ser
que el padre aproveche el momento preciso en el que la pequeña va a vomitar
para intentar llevarla desde la cama hasta el baño, separados por una
considerable distancia que se hace mayor en estos casos (os la tengo jurada,
arquitectos de pacotilla). Bien, entre ambas estancias suelen situarse
obstáculos tales como cómodas o alfombras, muy susceptibles de resultar
considerablemente impregnadas en el caso de que intentes transportar en
volandas cogida por las axilas a una niña de dos años vomitando a cascoporro.
La situación no mejora en el coche. La pobre criatura,
vestida para la ocasión (en situaciones de emergencia sanitaria el papá opta,
siempre, por ponerle la primera ropa que encuentre, y esto incluye normalmente
ponerle el gorro del revés) realiza el viaje de ida al hospital al filo de la
navaja, con ojillos de circunstancias debido a la fiebre y flipando ante el
caos organizativo del padre. Éste, por su parte, conduce a toda leche con un
ojo en la carretera y el otro en el retrovisor, implorándole al cielo que la
próxima bocanada se demore al menos hasta llegar al destino. La tensión es
máxima, se masca la tragedia.
Si finalmente las alfombrillas salen indemnes, es hora de
llegar al mostrador de Urgencias y balbucear ante la atónita mirada de la
administrativa. En estos momentos no se sabe bien quién de los dos, padre o
hija, es el enfermo. Tampoco queda claro quién de los dos es el que está
aprendiendo a hablar. Tras una ingente lucha dialéctica, finalmente al padre le
queda claro que debe ir hacia las puertas blancas de su derecha y girar a la
izquierda, hacia donde pone “urgencias pediátricas”.
Tras esperar un buen rato en un pasillo, el nervioso padre decide
echar un vistazo (los hombres no preguntamos, ya sabéis) y localiza una sala de
espera donde, por lo visto, debe sentarse a esperar.
Cuando el pediatra nombra
a la pequeña, el progenitor sale a la carrera, pisando al resto de pacientes,
tropezándose con la puerta, y consigue finalmente llegar a la consulta. El
galeno le ordena que desvista a la pequeña, otra ardua tarea (dónde están las
madres cuando se las necesita) y procede a examinar a la enferma. El padre,
mientras, se pasea por la habitación preguntando “¿está bien?”, “¿qué le pasa?”
o “¿es grave doctor?” a lo que el pediatra responde con un angustioso silencio.
Finalmente, tras el diagnóstico y la emisión de recetas,
toca desandar el camino, visitar la farmacia, colgar en la nevera las indicaciones
del médico para no olvidarlas y rezar para que mamá vuelva pronto.
La niña está bien, gracias.
Jojojojo.... de qué me suena a mí esto????
ResponderEliminarYo, por suerte, ya lo tengo superado. Con dos... tú me dirás...
Pero la primera vez de un padre solo en Urgencias es casi para llevarte una cámara y grabarte al más puro estilo 21 días...
Lo mejor? que luego te sientes más orgulloso que todas las cosas....
Y que la niña está bien, por supuesto...