Que no hay manera oye, que por más que uno lo intenta la
hora de la comida (extensible a desayuno, merienda y cena) es un auténtico
calvario. Se queja, se retuerce, se levanta de la sil la...
el hambre no hace mella en ella y termina por desesperar al progenitor que en
ese momento sea portador de la cuchara (o tenedor, en su defecto). El paso del
líquido al sólido está resultando de lo más traumático. ¿Solución? Hay que hacer
terapia.
Y funciona, válgame dios. Asesorados por una profesional
conductista al más puro estilo Supernanny (aunque más joven y con menos cara de
estreñida), hemos empezado a poner en liza ciertos conceptos encaminados a
reconducir el comportamiento de la enana. Al parecer, la criatureja de 20 meses
de edad tiene por objetivo tocarnos los perendengues, y para ello utiliza el
momento que más nos estresa, el momento de la comida. Lo hace, según dice, para
llamar nuestra atención, como si no la captara lo suficiente durante el resto
del día. El caso es que debemos marcarle límites, que aprenda a que los que mandan
en casa somos nosotros. Con un par.
De momento la cosa marcha, con algún que otro sobresalto. Hemos
pasado de una media de 100 cucharadas por potito a apenas 20, reduciendo considerablemente
el tiempo empleado. Ahora sí, continúa echándonos pulsos a la menor ocasión
para medir nuestra paciencia y, obviamente, nos gana por goleada.
El cambio, no obstante, es apreciable, aunque hemos empezado
a confirmar nuestras sospechas de que, tras ese rostro angelical, se esconde la
próxima presidenta de la
Comunidad de Madrid.
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