Como cada tarde, se disponía a prepararse para su puntual
cita. En el último mes, las visitas se habían vuelto frecuentes, rutinarias,
casi obligadas, pero no por ello dejaban de despertarle una emoción y un
cosquilleo en el estómago comparable a pocas cosas que hubiese podido
experimentar. Después de un copioso almuerzo y un breve y reparador sueño para
recuperar fuerzas, se calzó sus zapatillas blancas y salió a la calle, bajo el
abrasador sol de agosto, dispuesta a recibir su correspondiente dosis de
adrenalina.
Las calles aparecían semidesiertas. Pocos se atrevían a
caminar a estas horas de la tarde. Pero ella no temía al calor. Ni al frío. Ni
al cansancio. En realidad no le tenía miedo a nada, salvo a una cosa: la
posibilidad de que, por alguna extraña circunstancia que con toda seguridad no
alcanzaría a entender, su cita se pudiera posponer.
Sin embargo, hoy no sería ese día. Caminando lentamente,
inició el largo trayecto que habría de llevarla ante él. Con la frente perlada de
fino sudor y movida por el creciente ritmo cardíaco, se aproximó poco a poco,
paso a paso, hasta que pudo contemplar su figura proyectada a contraluz. Allí,
majestuoso, se alzaba él. A pocos metros de ella, separados por apenas unos
pasos, las miradas se encontraron. Sus ojos se entrecerraron mientras a su boca
asomaba una leve sonrisa, mezcla de satisfacción, admiración e impaciencia. Allí,
al alcance de su mano, estaba él. Frío bajo el incesante calor, como un pequeño
refugio en un día de lluvia.
Después de admirarle durante un breve instante, ella avanzó
despacio, con la mirada fija, y entonces, decidida, por fin le habló: ¡¡¡¡¡¡¡“El
pagqueeeeee”!!!!!
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